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…… “La carretera y el río nos traían noticias que no comprendíamos de campesinos que estaban desalambrando la tierra y de campesinos que se habían ido para lo más oscuro de las montañas para que no los mataran. Noticias de un médico argentino muerto en una tierra extraña llamada Bolivia, de la llegada del hombre a la luna, la muerte de un presidente a quien la abuela confundía con un actor de cine. Una noche salimos a la carretera a ver si podíamos ver los resplandores del sputnik que estaba surcando hacia el infinito. Eran los años sesenta. Un día domingo que nos dijeron que eran elecciones y no sabíamos qué se elegía vimos alborotados a los vecinos que todas las tardes se juntaban a jugar cartas o dados y que pescaban juntos. Pero no estaban jugando sino que discutían y manoteaban y hubo carreras y gritos y la policía llegó a calmarlos.Abríamos los ojos a la vida en una década maravillosa. Tormentosa y apasionada. Unos tiempos que marcarían la vida, la libertad y la muerte de miles y miles de jóvenes. Por delante de nuestros ojos pasaban muchas cosas que no entendíamos y que serían determinantes para el siguiente medio siglo del país. Allí, en esos acontecimientos, en los cadáveres que bajaban por el río, los campesinos que se ocultaron en la noche de las montañas, en los maestros que marchaban reclamando salarios, los vecinos que peleaban, los policías y soldados que estaban por todas partes, los hippies que pasaban buscando el paraíso, las octavillas secretas que circulaban misteriosamente y en todas esas noticias e historias que la carretera nos contaba o las que el rio arrojaba a la playa se estaba definiendo lo que seríamos. No lo sabíamos, ni teníamos idea de las cosas graves que estaban pasando pero algo se sentía en el ambiente. Tuvieron que pasar muchos años para entender lo que le había sucedido al primo Elísio Contreras al que una noche mataron a tiros en el parque central del cercano municipio de Guaduas con más de cincuenta balas que metieron en su inmenso cuerpo que dos días después fue sepultado por una airada muchedumbre que casi destroza el ataúd y el pueblo.
En la medida en que íbamos creciendo y salíamos más a las calles nos fuimos acostumbrando a los militares armados hasta los dientes que se veían siempre por todos lados y que aparecían con sus retenes en cualquier camino o en cualquier calle. Temíamos sus llegadas repentinas a los parques y plazas de mercado de los pueblos y barrios populares corriendo tras los jóvenes como si fueran animales de caza. Como a vacas los apretujaban en camiones y se los llevaban lejos muy lejos del pueblo a pagar el servicio militar. Algo raro pasaba en este país para que en el colegio cuando queríamos hablar de estas cosas teníamos que hacerlo medio escondidos en la platanera con todo el cuidado para que no nos pillaran. Allí empezamos a tener supuestas respuestas para lo que veíamos y escuchábamos en la carretera y en el rio y que no entendíamos. Y empezamos a conocer, a asombrarnos y a cabrearnos de un país donde no ser liberal o conservador no solo era extraño sino sospechoso. Pero sobre todo empezamos a conocer un poco de esa guerra silenciosa que en las más lejanas zonas agrarias se estaba desarrollando y que el país no conocía o no quería conocer y que se contaba mediante historias fantasmales en esas interminables noches sin alumbrado eléctrico. Las historias de la guerra se confundían o los mayores las confundían y mezclaban intencionalmente con los cuentos de espantos que cada noche les escuchábamos a las hermanas y a las tías que entretenían sus aburrimientos y solterías estimulando nuestros miedos y espantos. Historias como la del cura que aparecía de noche en las carreteras llevando en sus manos su propia cabeza o la de “La patasola”, una hermosa mujer que se aparecía en los bosques a pescar hombres incautos que luego devoraba hasta la muerte o en canciones consideradas malditas como aquella de “me gusta el ron de mi Lola, me gusta, me gusta Lola”, que en los pueblos del norte del Tolima decían que era la canción del diablo y que un anciano contaba que era la música que estaban bailando en una verbena popular organizada por la juventud comunista en la vereda “las delicias” del municipio del Líbano cuando llegaron los espantos de la noche y acabaron con todo el mundo y el rancho lo dejaron en llamas.
Y fuimos pasando del miedo a los espantos al miedo a lo que pasaba en la calle. Empezamos a tropezamos todos los días con las historias de las guerras y muy pronto empezamos a verla y sentirla cerca de nosotros. Así nos asomamos al activismo y la militancia estudiantil y política con el estigma que muchos años después llegamos a comprender de ser llamados como “la generación del estado de sitio”
(Fragmento de uno de los relatos que hacen parte del libro PAZ EN COLOMBIA, crónicas de ilusiones, desencantos y viceversas).
Tomado de;
https://suenantimbresblog.wordpress.com/2017/01/17/cronicas-de-ilusiones-desencantos-y-viceversas-fragmento/
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